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Dos desafíos
A cierto nivel de pensamiento, esto debería ser motivo de optimismo; porque si el mundo –como conjunto- puede arribar a una serie de coincidencias sobre los principios económicos que aplicará, resulta más probable que se logren acuerdos regionales amplios y una prometedora cooperación internacional, de lo cual debería surgir un buen resultado para todos, sin excepción.
Al respecto, el proceso que condujo a este dominio de la iniciativa privada frente a la gestión del estado maduró a lo largo de los años ´70 y ´80; pero fue el derrumbe de la Unión Soviética, en 1992, lo que marco la capitulación del entonces gran enemigo del capitalismo.
Ahora bien, ¿ese triunfo es perma-nente, o sólo un hito en la excitante historia de la humanidad? Hoy Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Polonia, Rumania, los estados de la ex Yugoslavia, están afrontando la conflictiva tarea de adap-tarse a los esquemas del sistema capitalista. Han asumido ya que éste no es un proceso instantáneo (y, mucho menos, simple). No existen decisiones mágicas que permitan revertir prontamente déca-das de administración central burocratizada. Por el contrario, para que la economía de mercado “marche” bien, necesita estructuras institucionales y jurídicas que la respalden; pero, además, una cultura basada en la libertad y voluntad de emprender (la cual requiere un buen tiempo para su desarrollo y afianzamiento). Y este es, justamente, el talón de Aquiles en los momentos actuales: muchos de esos pueblos vivieron 60 o más años bajo la bota de Moscú; y sintieron tal opresión que desean lograr rápidamente estabilidad económica y prosperidad. Es decir, aspiran a que sea ya esta generación la que pueda vivir mejor. No quisieran que los beneficios recién lleguen para sus descendientes. Y esa ansiedad es lo que puede inclinarlos hacia movimientos políticos radicalizados, cuyos discursos proponen caminos mucho más cortos (directamente saltean los procesos de construcción democrática). Para estos movimientos -hoy englobados como “fundamentalistas”-, la “cuestión histórica” no pasa por comprobar si el capitalismo puede funcionar o no en esas naciones: directamente quieren cortar toda posibilidad de que llegue a implementarse.
Frente a las convulsiones que atraviesa la ex Unión Soviética, China vive un crecimiento económico extraordinariamente veloz. Para ello se asienta, justamente, en la introducción de mecanismos de la economía de mercado, pero utilizados bajo los límites de un sistema que sigue identificándose con el socia-lismo. No caben dudas de que esta concepción le rinde mucho; pero en su seno anidan contradicciones y dicotomías muy profundas (desigual participación en la riqueza, productividad urbana versus subsidios rurales, nacimiento de una burguesía empresarial ideológicamente incompatible con lo que sostenía Mao). Y si los chinos no desean que esas contradicciones se conviertan en abismos, tendrán que encararlas lo más pronto posible.
Entretanto, los países emergentes van refugiándose, con mayor o menor “pureza”, en las estructuras del capitalismo. Así, algunos de ellos -básicamente India y las naciones del sudeste asiático- han accedido a procesos de rápida industrialización, alcanzando tasas muy importantes de crecimiento económico. En nuestro continente, lograron lo propio tanto Brasil como Chile; y con altibajos e intermitencias, Argentina, Méjico, Uruguay y Colombia.
Pero, ¿hacia dónde nos conduce este avance del capitalismo? La complejidad del mundo contemporáneo obliga a que la economía de cada país sea más eficiente; lo cual, a su vez, exige que las empresas nacionales también sean más productivas. Sin embargo, para ser competitivos y socialmente útiles, hoy los productores no sólo necesitan eficacia al emplear su mano de obra e insumos. Precisan, también, racionalidad en el uso de la energía y en el manejo de los desechos. Estos dos factores -lamentablemente pasados por alto durante mucho tiempo- son la base del informe “Cambio de curso”, que el Business Council for Sustentable Development (Consejo del Comercio para el Desarrollo Sustentable) presentó en la “Cumbre de la Tierra” (Río de Janeiro, 1992). Allí se define a la ecoeficiencia como “la pieza fundamental para concretar un modelo no agresivo de desarrollo económico, apropiado a escala mundial, y cuyo equilibrio permita crecer sin coartar nuevas oportunidades de producción”.
Es sabido ya que el capital y los conocimientos (traducidos en tecnología, diseños, información, marketing, gestión) conforman la fuente básica del valor agregado y las ventajas comparativas. Por esto mismo, aquéllos que sólo pueden ofrecer una escasa preparación laboral, se ven en situaciones cada vez más desventajosas. En otras palabras, las personas insuficientemente capacitadas se irán quedando sin trabajo aunque la economía se fortalezca y expanda (ya nos pasó en la Argentina de los ´90, cuando vivimos toda una década de crecimiento económico, sin generación significativa de empleos). Y esto afecta esencialmente a dos categorías: los jóvenes (primeros en ser despedidos cuando las industrias aplican “programas de recortes”) y las personas de 50 o más años (primeras en ser sustituidas al llegar las innovaciones tecnológicas).
Junto a ello ocurre otra paradoja, que –si no somos capaces de subsanar- derivará en dolorosas tensiones para nuestra sociedad. En efecto, una econo-mía eficiente y competitiva puede generar incrementos sustanciales en el producto bruto. Pero los mayores beneficios corresponderán a quienes tienen el capital o los conocimientos. Y este sector es sumamente móvil (volátil, incluso): pueden trasladar sus estructuras productivas o actividades a otros países con sorprendente rapidez. Y probablemente no duden en hacerlo si piensan que se les está aplicando cargas impositivas demasiado gravosas para mantener a los jubilados, desempleados y pobres.
Ante dilemas como éste, una sociedad que se considera democrática no puede mirar hacia otro lado. Necesita encontrar caminos equilibrados de ges-tión, o correrá el peligro de convertirse en víctima de su propio éxito. Si es tan eficiente para obtener un crecimiento económico continuo, también debe serlo para cubrir aquellas necesidades sociales que son insoslayables. De lo contrario, cuando segmentos significativos de la ciudadanía vean clausurada su posibilidad de participar en los beneficios del sistema, éste no podrá sostenerse por mucho tiempo más y va a terminar resquebrajado. Está claro, en ese sentido, que no podemos asumir actitudes individualistas, dejando que los conflictos lleguen a tal nivel. Después nos resultará muy difícil lograr acuerdos o concertaciones; y, más aún, implementar soluciones viables. Es imperioso pensar en cómo reconvertir este capitalismo democrático, para asegurar primero que todos los sectores intervengan en el proceso generador de riqueza, y luego participen en el reparto de sus beneficios.
En ese sentido, un primer concepto que propongo reflotar es el aportado por “El Manifiesto Capitalista”, un libro prácticamente olvidado que escribieron Louis Kelso y Mortimer Adler (Random House, 1958). Allí, ambos autores desarrollan la idea de que “toda persona debe llegar a ser capitalista, poseyendo al menos una acción del capital productivo de la sociedad”. Obviamente, esto no debe ser interpretado en forma literal: sin perjuicio de que efectivamente cada ciudadano pueda contar con una “acción” simbólica, se refieren a la participación de todos en los beneficios que produce el capital social. Esto implica, ni más ni menos, formular mecanismos de reasignación de los ingresos que sean aptos e inclusivos.
Erróneamente se piensa que solucio-nar las necesidades de los trabajadores es tarea sólo de los sindicatos. Craso error: la actividad del productor ya no debe limitarse a su emprendimiento. Hoy, buscar respuestas apropiadas para un tema tan vital como éste, es un desafío excluyente para el sector empresarial. Así como para los gobernantes lo es el aplicar un buen sistema de incentivos y regulaciones, que fije reglas claras para las empresas. De igual modo, el manejo de riesgo ecológico ya no puede circunscribirse a decisiones empresarias: tiene que intervenir la sociedad toda.
Si seguimos haciendo caso omiso a ambos temas (distribución de la riqueza y preservación del medio ambiente), pronto el tiempo se encargará de señalarnos que haber presentado “Cambio de curso” en la “Cumbre de la Tierra” fue inútil; y que, en realidad, este evento -largamente festejado en su momento- no pasó de ser otra oportunidad perdida.